Uno de los desafíos del Bicentenario es, sin dudas, el de abordar desde una reflexión profunda distintos procesos de nuestra historia. Desde esta perspectiva entendemos indispensable, a la hora de repensar el futuro derrotero de la Nación Argentina, el rescate de la Constitución Nacional sancionada en 1949, durante el gobierno justicialista de Juan Domingo Perón. Un acontecimiento político mutilado por la historia oficial, censurado en todos los ámbitos de la vida pública, desterrado de las universidades, considerado una “extravagancia jurídica” por los eternos custodios del derecho liberal.
No podía ser menos: la Constitución Nacional de 1949 significó la vocación del pueblo argentino de abandonar el Estado liberal como modelo de organización política, vigente desde 1853, para abrazar el Estado de la justicia social. Era la Nación Argentina la que asumía en el Preámbulo de aquella Constitución una voluntad común orientada hacia la justicia social, soberanía política e independencia económica, erigiéndose en protagonista exclusivo de un hecho político de una magnitud inédita, tributario directo del proceso histórico que a partir de 1943 transformó radicalmente la realidad política, social y económica del pueblo y del país. La Constitución de 1949 es el reflejo de esos cambios y la lógica consecuencia del surgimiento del pueblo organizado como factor real de poder.
Para el liberalismo criollo, para los sectores dominantes, para quienes detentaban el poder real hasta la aparición del peronismo, la Constitución de 1949 implicó, sin duda, un riesgo feroz: la pérdida definitiva de sus privilegios y de la posibilidad de conducir los destinos del país. Las revolucionarias conquistas sociales que inscribió la Constitución de 1949 en materia de derechos del trabajador, educación y cultura, la implementación de la protección integral de la familia, los niños y ancianos, entre otras instituciones fundamentales, constituyeron políticas dirigidas al diseño de una sociedad más justa.
Pero si bien estos nuevos objetivos estratégicos del Estado argentino resultaban el perfecto revés del proyecto liberal, es legítimo considerar que la razón central por la cual el golpe militar abrogó en 1956 la Constitución de 1949, más allá de la lógica reaccionaria de aquella dictadura frente a la cuestión social introducida por la reforma constitucional, fue la intolerable concepción de la propiedad privada que consagraba el nuevo texto.
En las palabras de Arturo Sampay, principal ideólogo del nuevo texto, se puede advertir la dimensión y gravedad del problema para el liberalismo: “la propiedad no es inviolable, ni siquiera intocable, sino respetable a condición de que sea útil no solamente al propietario sino a la comunidad”. Este nuevo sentido de la propiedad privada sostiene conceptualmente los tres artículos de la Constitución –38, 39 y 40– que, agrupados en un capítulo denominado “La función social de la propiedad, el capital y la actividad económica” sintetizan el fin de una era, la conclusión de un proceso histórico en el que la política significaba un factor de perturbación de la economía libre. Un nuevo paradigma deja atrás el esquema liberal, y marca claros límites al capitalismo: el orden económico de la sociedad se configura a partir de criterios no económicos, criterios esencialmente políticos.
“Artículo 38. – La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común…”
Se reconoce en el nuevo texto constitucional la propiedad privada y la libre actividad individual como derechos naturales del hombre, pero sujetos al cumplimiento de su función social. La propiedad privada asume en este marco una doble tarea: una función personal, en cuanto derecho que garantiza la libertad y afirmación de la persona; y una función social, en tanto está subordinada al bienestar general. No representa un privilegio de unos pocos sino un derecho de todos: la función social de la propiedad legitima así la intervención del Estado en la generación de las condiciones económicas que permitan el efectivo ejercicio por parte de todos del derecho natural a ser propietario. Son los principios de justicia social los que demarcan los límites del ejercicio del derecho de propiedad.
“Artículo 39. – El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino.”
Es claro que esta concepción del capital es contraria a la propugnada por el liberalismo económico, para el cual el capital tiene la función de reproducirse según la lógica misma del mercado, que asigna recursos naturalmente de manera eficiente y en la cual ni el desarrollo de la economía nacional ni el bienestar social aparecen siquiera como preocupaciones. Es en este sentido que el accionar del gobierno peronista en lo que confiere a inversión extranjera, por ejemplo, fue el de direccionarla hacia sectores clave del desarrollo del aparato productivo nacional por sobre el sector primario o la extranjerización de la economía.
“Artículo 40. – La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social[…] El Estado podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales[…] toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios…”
Se legitima así al Estado como el actor principal en la orientación y gestión de la economía y la justa distribución de la riqueza, teniendo en miras el desarrollo integral de la sociedad, la promoción del bienestar material y espiritual de los argentinos, y la expansión de los márgenes de autonomía nacional. Incluso puede monopolizar actividades cuando las circunstancias así lo requieran –como excepción y no como método recurrente–, y la nacionalización de activos estratégicos como las fuentes naturales de energía y los servicios públicos.
En estos tres artículos se condensa entonces la dimensión programática de la independencia económica proclamada en el Preámbulo: “función social” de la propiedad privada y sujeta a “las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común”; el capital al “servicio de la economía nacional y del bienestar social”; la riqueza y su explotación destinados al “bienestar del pueblo dentro de un orden económico conforme los principios de la justicia social”; intervención del Estado en la actividad económica; libre iniciativa privada, pero sin monopolios ni rentas extraordinarias; nacionalización de los recursos naturales y servicios públicos.
Bajo estos parámetros la Constitución de 1949 conceptualiza el proceso económico de la sociedad argentina como una construcción colectiva; se trata de un proyecto común de una alianza entre los sectores populares y sectores del capital nacional, y como tal sólo puede conducirlo, en tanto expresión política de esa alianza, el Estado.
De tal forma, se introduce una concepción de la economía nacional profundamente humanista para alcanzar la justicia social. Es entonces la intervención planificada del Estado en la estructuración económica de la sociedad, y no el libre juego de individualidades en el mercado, la herramienta institucional que brindó la Constitución de 1949 para alcanzar un modelo de desarrollo económico que persiguiera el bienestar general por encima de los intereses particulares.
La filosofía política de la Constitución de 1949 en tiempos del Bicentenario como nunca, ante los estragos globales que generan el capitalismo salvaje, el neoliberalismo y su paradigma especulativo, los planes de ajuste y el cercenamiento permanente de los derechos sociales. Frente a estos escenarios de exclusión social e incertidumbre que se ciernen sobre los países centrales, y la pretensión de trasladarlos nuevamente –como en los ’90– a nuestros países, los grandes principios de la Constitución de 1949 siguen marcando el rumbo de las luchas democráticas y populares. De hecho, la mayoría de las reformas constitucionales de los procesos transformadores que se están viviendo en América latina están basadas en esta Constitución.
Por ello, el gran desafío que nos plantea el proceso histórico iniciado a partir del 25 de mayo de 2003 es el de, amparados en esta perspectiva filosófico-política que nos brinda la Constitución de 1949, conceptualizar, organizar e institucionalizar las transformaciones acaecidas desde entonces, no sólo como necesidad histórica del campo popular para sostener esas transformaciones a lo largo del tiempo, sino con el convencimiento de que ésta es la única manera de poder profundizar el proceso en los aspectos que aún la correlación de fuerzas no nos ha sido favorable para transformar. Así como la Constitución de 1949 condensó el poder popular construido hasta ese entonces, hoy se torna inminente la necesidad de institucionalizar estas transformaciones, especialmente en materia económica y social, para desde ese factor de poder continuar la construcción de una patria para todos, justa, libre y soberana.
Los autores son sociologa del Grupo de Estudios de Economia Nacional y Popular (GEENaP) www.geenap.com.ar e integrante del Abogados por la Justicia Social respectivamente.
(Agencia Paco Urondo)
No podía ser menos: la Constitución Nacional de 1949 significó la vocación del pueblo argentino de abandonar el Estado liberal como modelo de organización política, vigente desde 1853, para abrazar el Estado de la justicia social. Era la Nación Argentina la que asumía en el Preámbulo de aquella Constitución una voluntad común orientada hacia la justicia social, soberanía política e independencia económica, erigiéndose en protagonista exclusivo de un hecho político de una magnitud inédita, tributario directo del proceso histórico que a partir de 1943 transformó radicalmente la realidad política, social y económica del pueblo y del país. La Constitución de 1949 es el reflejo de esos cambios y la lógica consecuencia del surgimiento del pueblo organizado como factor real de poder.
Para el liberalismo criollo, para los sectores dominantes, para quienes detentaban el poder real hasta la aparición del peronismo, la Constitución de 1949 implicó, sin duda, un riesgo feroz: la pérdida definitiva de sus privilegios y de la posibilidad de conducir los destinos del país. Las revolucionarias conquistas sociales que inscribió la Constitución de 1949 en materia de derechos del trabajador, educación y cultura, la implementación de la protección integral de la familia, los niños y ancianos, entre otras instituciones fundamentales, constituyeron políticas dirigidas al diseño de una sociedad más justa.
Pero si bien estos nuevos objetivos estratégicos del Estado argentino resultaban el perfecto revés del proyecto liberal, es legítimo considerar que la razón central por la cual el golpe militar abrogó en 1956 la Constitución de 1949, más allá de la lógica reaccionaria de aquella dictadura frente a la cuestión social introducida por la reforma constitucional, fue la intolerable concepción de la propiedad privada que consagraba el nuevo texto.
En las palabras de Arturo Sampay, principal ideólogo del nuevo texto, se puede advertir la dimensión y gravedad del problema para el liberalismo: “la propiedad no es inviolable, ni siquiera intocable, sino respetable a condición de que sea útil no solamente al propietario sino a la comunidad”. Este nuevo sentido de la propiedad privada sostiene conceptualmente los tres artículos de la Constitución –38, 39 y 40– que, agrupados en un capítulo denominado “La función social de la propiedad, el capital y la actividad económica” sintetizan el fin de una era, la conclusión de un proceso histórico en el que la política significaba un factor de perturbación de la economía libre. Un nuevo paradigma deja atrás el esquema liberal, y marca claros límites al capitalismo: el orden económico de la sociedad se configura a partir de criterios no económicos, criterios esencialmente políticos.
“Artículo 38. – La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común…”
Se reconoce en el nuevo texto constitucional la propiedad privada y la libre actividad individual como derechos naturales del hombre, pero sujetos al cumplimiento de su función social. La propiedad privada asume en este marco una doble tarea: una función personal, en cuanto derecho que garantiza la libertad y afirmación de la persona; y una función social, en tanto está subordinada al bienestar general. No representa un privilegio de unos pocos sino un derecho de todos: la función social de la propiedad legitima así la intervención del Estado en la generación de las condiciones económicas que permitan el efectivo ejercicio por parte de todos del derecho natural a ser propietario. Son los principios de justicia social los que demarcan los límites del ejercicio del derecho de propiedad.
“Artículo 39. – El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino.”
Es claro que esta concepción del capital es contraria a la propugnada por el liberalismo económico, para el cual el capital tiene la función de reproducirse según la lógica misma del mercado, que asigna recursos naturalmente de manera eficiente y en la cual ni el desarrollo de la economía nacional ni el bienestar social aparecen siquiera como preocupaciones. Es en este sentido que el accionar del gobierno peronista en lo que confiere a inversión extranjera, por ejemplo, fue el de direccionarla hacia sectores clave del desarrollo del aparato productivo nacional por sobre el sector primario o la extranjerización de la economía.
“Artículo 40. – La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social[…] El Estado podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales[…] toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios…”
Se legitima así al Estado como el actor principal en la orientación y gestión de la economía y la justa distribución de la riqueza, teniendo en miras el desarrollo integral de la sociedad, la promoción del bienestar material y espiritual de los argentinos, y la expansión de los márgenes de autonomía nacional. Incluso puede monopolizar actividades cuando las circunstancias así lo requieran –como excepción y no como método recurrente–, y la nacionalización de activos estratégicos como las fuentes naturales de energía y los servicios públicos.
En estos tres artículos se condensa entonces la dimensión programática de la independencia económica proclamada en el Preámbulo: “función social” de la propiedad privada y sujeta a “las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común”; el capital al “servicio de la economía nacional y del bienestar social”; la riqueza y su explotación destinados al “bienestar del pueblo dentro de un orden económico conforme los principios de la justicia social”; intervención del Estado en la actividad económica; libre iniciativa privada, pero sin monopolios ni rentas extraordinarias; nacionalización de los recursos naturales y servicios públicos.
Bajo estos parámetros la Constitución de 1949 conceptualiza el proceso económico de la sociedad argentina como una construcción colectiva; se trata de un proyecto común de una alianza entre los sectores populares y sectores del capital nacional, y como tal sólo puede conducirlo, en tanto expresión política de esa alianza, el Estado.
De tal forma, se introduce una concepción de la economía nacional profundamente humanista para alcanzar la justicia social. Es entonces la intervención planificada del Estado en la estructuración económica de la sociedad, y no el libre juego de individualidades en el mercado, la herramienta institucional que brindó la Constitución de 1949 para alcanzar un modelo de desarrollo económico que persiguiera el bienestar general por encima de los intereses particulares.
La filosofía política de la Constitución de 1949 en tiempos del Bicentenario como nunca, ante los estragos globales que generan el capitalismo salvaje, el neoliberalismo y su paradigma especulativo, los planes de ajuste y el cercenamiento permanente de los derechos sociales. Frente a estos escenarios de exclusión social e incertidumbre que se ciernen sobre los países centrales, y la pretensión de trasladarlos nuevamente –como en los ’90– a nuestros países, los grandes principios de la Constitución de 1949 siguen marcando el rumbo de las luchas democráticas y populares. De hecho, la mayoría de las reformas constitucionales de los procesos transformadores que se están viviendo en América latina están basadas en esta Constitución.
Por ello, el gran desafío que nos plantea el proceso histórico iniciado a partir del 25 de mayo de 2003 es el de, amparados en esta perspectiva filosófico-política que nos brinda la Constitución de 1949, conceptualizar, organizar e institucionalizar las transformaciones acaecidas desde entonces, no sólo como necesidad histórica del campo popular para sostener esas transformaciones a lo largo del tiempo, sino con el convencimiento de que ésta es la única manera de poder profundizar el proceso en los aspectos que aún la correlación de fuerzas no nos ha sido favorable para transformar. Así como la Constitución de 1949 condensó el poder popular construido hasta ese entonces, hoy se torna inminente la necesidad de institucionalizar estas transformaciones, especialmente en materia económica y social, para desde ese factor de poder continuar la construcción de una patria para todos, justa, libre y soberana.
Los autores son sociologa del Grupo de Estudios de Economia Nacional y Popular (GEENaP) www.geenap.com.ar e integrante del Abogados por la Justicia Social respectivamente.
Ayudaaaaa...!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarHola compañeros, mi pensamiento que quiero compartir con ustedes de todo el país es el siguiente: el Movimiento Evita es un ámbito de militancia en el que todas y todos de quienes militamos en el desde hace años nos esforzamos por hacerlo en un espacio de participación y debate, sin embargo el ultimo tiempo y a raíz de ser el Movimiento Evita de Neuquén una oficina de empleo para el compañero Marcelo Zuñiga y por su debilidad de conducta que acepta que el compañero Ernesto Lagos, su segundo al mando del Evita de Neuquén, como quinta columna del funcionario Parrillista don Beto Vivero. Esto genera la expulsión sangrante de compañeros y militantes, nadie puede opinar ni debatir pues Zuñiga mueve su maquinaria de Inquisición y manda a su comisario político Ernesto Lagos y todo termina en que quienes eran compañeros del Evita sean echados sin más. Es momento de reflexionar sobre el poder y la conducción, compañeros…el Peronismo no es esto. Ayuden a recuperarnos como movimiento popular o seremos más desgraciados que antes…con estos compañeros a la cabeza…NO NECESITAMOS ENEMIGOS DEL PUEBLO!!!!!!!!!!!!!!!!!