QUEBEC, CANADÁ (Agencia Paco Urondo)
Más allá del folclore
En el atardecer del 1 de abril de 1988, en la Quebrada de Humahuaca, la iglesia de Tilcara fue el escenario de un acto diabólico para unos y simplemente divino para otros.
Era Viernes Santo. Miles de curiosos, devotos y fieles cristianos venidos de la Argentina o del extranjero, se apretaban en la plaza y las calles contiguas al templo. En la iglesia se acababa de terminar la liturgia de la Pasión de Jesús y se estaba por dar inicio a la tradicional procesión del Cristo Yaciente con las imágenes del cuerpo del Crucificado y de la Virgen Dolorosa. En ese momento se realizó un pequeño acto que no había sido previsto en el programa. Eloy Roy, el sacerdote misionero de origen canadiense que presidía la celebración, no dio inmediatamente la señal de partida para la procesión. Antes, se paró entre el altar y la imagen de la Virgen, tomó el micrófono y entonó un canto desgarrador que hizo retumbar por la iglesia y la plaza la eterna pregunta del principio de la Biblia: « ¿Tu hermano, dónde está?» (Gén 4,9)
Frente a él, en la primera fila de la asamblea, se destacaba un pequeño grupo de Madres de Plaza de Mayo cubierta la cabeza con su famoso pañuelo blanco. Entre ellas, la heroica Olga Aredez, de Libertador General San Martín, y su valiente compañera de Buenos Aires, Nora Cortiñas. Olga era una amiga entrañable y una prodigiosa fuente de inspiración para los animadores de comunidad de la parroquia de Tilcara. La desaparición forzada de Luis, su marido, la había transformado en una promotora apasionada de la causa de los detenidos-desaparecidos de la Argentina. Su lucha se había desarrollado la más de las veces en total soledad frente a poderes hostiles y en medio de un pueblo paralizado por el miedo. A pesar, o a causa de ello, a Olga le había nacido como un sexto sentido para desenmascarar la mecánica de la injusticia en su ambiente, en el país y en el mundo. Con extrema generosidad acompañaba en su lucha a los sectores más empobrecidos y, en todos los foros, compartía el fruto de su experiencia y reflexión. Su aporte al grupo de jóvenes de Derechos Humanos de la parroquia de Tilcara había sido trascendente.
Desobediencia debida
Justamente en ese abril del 1988, el proyecto de ley «de Obediencia debida», que poco después iba a ser aprobado por el Congreso, tenía a estos jóvenes hirviendo en indignación. Al ser sancionada, esa ley lavaba de toda culpa al 99% de los responsables directos de la desaparición forzada de 30 000 argentinos y de miles de otros crímenes cometidos durante la Dictadura. Sólo el miedo y el más vil oportunismo político podían explicar semejante aberración, y los jóvenes de la parroquia de Tilcara no se lo iban a tragar. Quisieron plasmar en un gesto público muy fuerte su repudio más absoluto a ese proyecto de ley. Pero Eloy, con o sin razón, temió por ellos. Sintiéndose más protegido por su doble condición de sacerdote y de ciudadano extranjero, le pareció que si riesgos había, a él le tocaba correrlos. En eso cayó Semana Santa. Las concurridas celebraciones en Tilcara, particularmente las del Viernes Santo, le ofrecieron una ocasión ideal para pasar al acto.
En la iglesia, el pequeño grupo de Madres de Plaza de Mayo había seguido la liturgia de la conmemoración de la Pasión de Jesús. Estaban de pie, tensas, pendientes de cada gesto y de cada palabra, como reviviendo su propio calvario. De su boca no salía una palabra, pero a través de sus ojos, su silencio y su pañuelo blanco se podía oír desde la humilde iglesia de Tilcara la voz del mismo Dios planteando, esta vez al alma argentina, la gran pregunta del principio de la Biblia: «Tus 30 000 hermanos detenidos-desaparecidos,¿dónde están?»
La víspera, en la celebración de la Última Cena del Señor, el sacerdote había lavado los pies a María del Carmen, madre de un desaparecido de San Salvador de Jujuy. Y en su homilía de ese Viernes Santo, con claridad y fuerza, había recordado los motivos reales por los que Jesús había sido detenido, torturado y vilmente asesinado en una cruz, ciertamente no por Dios, sino por las autoridades de su pueblo.
Un sistema distinto
Jesús, con una autoridad y una libertad única, proclamaba un Reino que no correspondía, por cierto, al tipo de reinos de la época y menos todavía al reino de los dos déspotas de su país. Uno de esos déspotas era Caifás, jefe religioso integrista, corrupto y cínico; otro era Pilatos, jefe militar, famoso por su crueldad y oportunismo político. En el reino de ambos, unos eran primeros y otros, últimos. Los primeros eran los terratenientes, los prestamistas, los vivos, los mentirosos profesionales, los ricachones podridos de plata, los soldados y policías que sembraban el terror en el pueblo, los orejones de éstos, sin olvidar a los soplones y a los chupacirios de la religión que se arropaban de amor y de paz para mejor hacerles trampa a la verdad y a la justicia. Los últimos en ese reino eran las víctimas de los primeros, es decir: los pobres, los enfermos, las prostitutas, los colectores de impuestos, la gente oprimida, explotada, marginada, agobiada, en una palabra, todos los «jodidos» de la sociedad que formaban la inmensa mayoría del pueblo. Nadie cuestionaba ese «orden», considerado como normal y natural. Nadie, a excepción de Jesús y unos guerrilleros extremistas llamados zelotas.
Jesús era tan revolucionario como los zelotas, tenía amistad con algunos de ellos, pero era muy distinto de ellos. No era un incendiario fanático como los zelotas (que, al final, llevaron su nación a la ruina total), y tampoco era un pacifista bombero como un cierto cristianismo emasculado se empeñó en pintarlo. Jesús era un hombre comprometido de cuerpo y alma con los últimos de su pueblo. Tenía una fe absoluta en Dios y en el ser humano. Para él, el amor de Dios había puesto en el corazón de toda persona, aún la más desfigurada, la capacidad de romper todas sus cadenas, incluso las de la muerte. El motor de su acción era una fe, una misericordia y una entrega sin límite. Y una repulsión visceral al mal disfrazado de bien, a la mentira disfrazada de virtud. El amor paciente y comprensivo se conjugaba en él con una fantástica creatividad, audacia y libertad, y también con la indignación, la denuncia, la provocación, la bronca, incluso el rebenque, pero nunca con el odio, la venganza o la destrucción del otro. Se dejó masacrar antes que en su nombre o por su reino se derramara una sola gota de sangre ajena.
Ahora bien, el reino que Jesús proclamaba, era precisamente al revés del reino de Caifás y Pilatos. En su reino eran primeros los que en el mundo de Caifás y Pilatos eran los últimos, y eran últimos aquellos que en el mundo de Caifás y de Pilatos eran primeros. Dos mundos opuestos como el día a la noche.
En un principio, Caifás había tolerado a Jesús, pensando que era nada más que un loco inofensivo. Pero al ver la inmensa popularidad que ganaba entre los oprimidos, lo miró como enemigo. Llegó a estimar que, por razones de seguridad nacional, había que eliminarlo. Entonces mandó a secuestrar a Jesús. De noche, naturalmente. Con sus partidarios le hizo una mascarada de juicio, lo trató de charlatán, hereje, sacrílego y apóstata, y finalmente lo entregó a Pilatos acusándolo de subversivo y rebelde. Jesús fue azotado con puntas de hierro, escupido, picaneado con espinas en la cabeza, y despectivamente condenado a ser crucificado como pretendido «rey de los judíos», es decir, como insurgente contra el orden imperial de los romanos.
Fue castigado con una muerte horrenda para escarmiento de todos aquellos que tuvieran la tentación de imitarlo. La medida fue eficaz, pues con en el correr del tiempo, los mismos discípulos, acomodados en las primeras filas del mundo de los emperadores, travistieron el Evangelio de Jesús en un mensaje religioso sin sabor. Lo que era la Buena Noticia de Dios para los pobres y oprimidos y que debía ser la sal de la tierra, fue sistemáticamente expurgado de su fibra profética y revolucionaria para convertirse en lo que alguien denunciara tan acertadamente como el opio del pueblo.
Un Jesús desobediente
A ese Jesús, al que habían denunciado alguna vez como endemoniado, lo mataron por poner en peligro la estabilidad de la religión y del Estado (Jn 11, 47-50).
En realidad, ¿qué se reprochaba a Jesús? El no haberse arrodillado ante el Sumo Sacerdote y el Gobernador militar. El haber sido la voz de los sin voz, la esperanza de los desamparados; el haber sido, por su compromiso personal, el hombre de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad. El haber sido un hombre libre al servicio de la libertad. El no haber permitido que a Dios se lo mezclara con las artimañas del poder y se lo usara para explotar a la gente de buena fe y sin defensa. Por haber pretendido que Dios estaba con él y con esa gente sencilla que lo seguía y que ellos despreciaban. El pecado de Jesús fue el no haber sido jerárquico, el haber infringido los cánones de la religión oficial, en una palabra, haber sido desobediente. Por ese pecado capital fue desechado como la más detestable basura.
En la Argentina, con actores distintos y en circunstancias diferentes, algo similar había pasado. Hombres y mujeres, creyentes o no creyentes, santos o pecadores, con fusiles o sin fusiles, con sensatez o locura, pero la mayoría de ellos con mucha lucidez, generosidad y valentía, habían peleado también, aunque a veces con medios distintos y quizás con otro espíritu, por ideales y valores parecidos a los de Jesús de Nazareth. Fueron desobedientes. Por eso las fuerzas del orden los detuvieron y nunca más se supo de ellos. Sus familiares y amigos salieron a preguntar por ellos, pero nunca recibieron respuesta.
La bomba
En fin, para que se supiera que un cristiano bien nacido no puede sino estar del lado de esas mujeres y hombres que no se conforman con que se les conteste: «Yo, argentino…» o «…por algo habrá sido», Eloy, echando mano de un paño blanco (de
esos que se usan para la misa), lo dobló en forma de pañuelo y, volviéndose hacia la imagen de la Virgen Dolorosa, la coronó con la insignia característica de las Abuelas y Madres de los 30 000 Detenidos-Desaparecidos de la dictadura argentina.
Fue grave y grande, como un rayo de millones de voltios cayendo de repente del cielo azul de la pacífica Tilcara, estrellando cerros y rocas, despertando a los dormidos, estimulando a los despiertos, escandalizando a los beatos y enfureciendo a otros.
La procesión se puso en marcha hacia la salida de la iglesia.
Ni bien apareció el sacerdote en la puerta del templo, seguido por la imagen tocada con el Pañuelo, le cayó encima una lluvia de piedras e injurias. Mujeres y hombres al borde del patatús le largaron una letanía de «apátrida, foráneo, infiltrado, marxista y anticristo». Le gritaban que ellos eran «el pueblo» y que el pueblo lo repudiaba, y que rajara del país en el acto… Pero al pueblo, justamente, no le pareció, pues de la plaza se levantó en contra de ellos un gruñido de bronca que les asustó tanto que fueron ellos los que tuvieron que rajar.
¿Quiénes eran ellos? Una patota más o menos improvisada de veraneantes del lugar, todos bien conocidos. Se perdieron corriendo en la oscuridad sin dejar rastro alguno. Por el momento.
Aquella noche, no se presentó el carro de sonido. La procesión se desarrolló sin comentarios, acompañada tan sólo con la melancólica música de los sicuris y la multitudinaria oración del pueblo.
Por cierto, hubo manos que, a favor de la noche, cortaron con cuchillas los bolsos de las Madres y los vaciaron de su contenido, pero fue el único incidente. Al día siguiente, la patota de los veraneantes estaba de vuelta en la iglesia, horrorizada por la «abominación» que sus ojos descreídos veían instalada en el templo. Pero a la «abominación» le sacaron muchas fotos. Más de una vez trataron de alcanzar la imagen de la Virgen para sacarle ese pañuelo que les mataba, pero siempre topaban con una barrera de escobas. Eran las escobas de los jóvenes que montaban la guardia barriendo el piso al pie de la imagen. Todo el día barrieron ese mismo piso… Exasperada, una señora de apellido inglés exclamó: « ¡Si a la Virgen no le saco ese trapo, al Cristo le pongo una gorra militar!» No lo logró (felizmente, porque es más seguro que las espinas de la corona del Cristo le habrían estropeado la gorra). En fin, todo entró en orden cuando por la tarde llegaron los expertos para liberar de sus andas la imagen con su Pañuelo y volverla a colocar en su nicho, lejos de las manos iconoclastas.
No sólo el Pañuelo, sino también un par de “ermitas*” demasiado explícitas arrugaron la sensibilidad religiosa de esos valientes talibanes de la ortodoxia católica. Una de esas ermitas había sido colocada justo arriba de la puerta central de la iglesia y representaba el cuerpo desangrado del obispo Angellelli bajo una rueda de jeep militar. Otra ermita mostraba a un soldado romano muy malo que torturaba a Jesús; pero en la versión tilcareña el soldado no llevaba capa ni casco romano sino pantalón caqui y botas de milico, y en vez de azotes, empuñaba un fusil «made in USA». Muchos sabios de la Iglesia ya habían empezado a hablar de la necesidad urgente de «inculturar» el Evangelio para que la sociedad de hoy lo entendiera mejor; esas ermitas, al igual que el Pañuelo, quisieron responder en parte a dicha expectativa.
Al cabo de 500 años…
Sin perder tiempo, el obispo convocó a Eloy Roy a su despacho de la ciudad para notificarle que estaba despedido, por voluntad de él y de su presbiterio.
Llegó Eloy a la cita. Allí, dos visiones, dos teologías, dos Iglesias se entrechocaron: por un lado, un obispo encarnando la postura tradicional del Poder, y por otro, un sacerdote misionero tratando simplemente de ser la voz de los sin poder. Situación nada nueva bajo el sol. Había sido (a otro nivel, por supuesto) la situación del indio de Cajamarca frente al crucifijo de Valverde y la hoguera de Pizarro, y la de Jesús de Nazareth ante Caifás y Pilatos… Y la de cuantos millones más frente a los tiranos de ayer y de hoy, dentro y fuera de la Iglesia.
Con todo, Eloy le dijo al obispo que iba a acatar su orden. Pero, para evitar que le pasara lo mismo que a los desaparecidos, le pidió que sobre un papelito le pusiera, con firma, sello y todo, los motivos del despido «aun cuando fueran falsos». Linda ganga que el obispo no supo aprovechar… Más bien se levantó, amenazó con recurrir a instancias superiores y puso fin a la entrevista.
Cuando oyó lo de las «instancias superiores» el sacerdote sabía que estaba perdido. Le dijo a su pastor: «Aquí nuestros caminos se separan: yo me voy para el basural y usted, para arzobispo». Y así fue. Sin embargo, muy a pesar del obispo, el sacerdote regresó a Tilcara y se obstinó en permanecer al frente de la parroquia seis meses más, hasta el «punto final»… de su contrato con la diócesis.
Mientras tanto, el diario Pregón de Jujuy daba la alarma en primera plana contra las «campanas de palo» que tocaban en Tilcara. Un comunicado del Obispado bombardeaba ondas y púlpitos denunciando como «pecado contra el amor» el Pañuelo de Tilcara, pues se había atrevido a «parcializar» a la Virgen María, Madre «de todos». Pero dentro de las paredes del obispado, a ese pecado lo habían caratulado de «sacrilegio». Un testigo ocular contó en secreto que en un tiempo récord la cúpula eclesiástica se había juntado alrededor del engallado obispo para pedirle a gritos la cabeza del pecador de Tilcara y que el obispo les aseguró que ya era cosa hecha. Sin mayor juicio. Al presunto culpable no se le dio la más mínima oportunidad de explicarse, pues según la teología del trono y del báculo, hay casos en que negar a una persona un derecho fundamental, no es un pecado, ni mucho menos un sacrilegio, sino un deber, e incluso un «servicio de amor»…
¡Y sí! ¿Desde cuándo Dios, la Virgen y los santos se ensucian con gente que lucha por la justicia y la verdad? ¿Qué pueden tener en común las Madres de los 30 000 detenidos-desaparecidos de la Argentina y la Madre de Jesús, el que fue detenido, torturado y asesinado un Viernes Santo por los pontífices de su Iglesia y la autoridad militar de su país?
Nada, por supuesto…
¿Nueva evangelización?
Unos dicen que la Virgen era santísima, mientras las Madres eran comunistas. Pero nunca se les ocurrió preguntarse lo que Caifás y Pilatos podían haber pensado o dicho de la madre de ese Jesús que ellos habían mandado a crucificar... Ese interrogante y mil otros se plantearon en la polémica que por entonces se desató en los medios de comunicación y que tuvo su eco hasta a nivel nacional.
Unos ensalzaban a Eloy Roy hasta el cielo y otros lo mandaban al fondo del infierno. Pero todo giraba, al final, alrededor de una sola pregunta: ¿Si Jesús, hoy, viviera en la Argentina, en Tilcara o en Jujuy, qué enseñaría, cómo actuaría, qué sería él para la gente?… ¿Cuál sería su actitud para con las personas y organismos dedicados a la promoción y la defensa de los derechos humanos? ¿Qué diría Jesús de los obispos y sacerdotes que bendijeron la dictadura y colaboraron con los genocidas? ¿Acaso María, la madre de Jesús, no andaría feliz al lado (o al frente) de las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo con sus broncas y su lucidez y, por qué no, también con sus ambigüedades?...
Para los que, justo en esa época, buscaban los caminos de una «nueva evangelización con nuevos métodos» se estaba abriendo en la plaza pública un debate realmente apasionante. Pero para aquellos que veían sus privilegios amenazados por la nueva democracia, y más todavía por una Iglesia que empezara a balbucear la lengua de los oprimidos, ese debate era el colmo de la insolencia y de la subversión.
Resistencia
En Tilcara, donde se había inaugurado de ambos lados una resistencia que iba a durar varios meses, las tensiones, en ciertos momentos, rozaron el horror. Si bien los veraneantes se habían replegado con prudencia en la sombra, una jauría de amigotes de ellos, serviles colaboradores de la difunta dictadura y punteros de la más vil politiquería local, se había largado de cabeza a la línea de fuego. Echando espuma por la boca le hicieron al párroco un cabildo abierto en la plaza y lo condenaron a todos los flagelos del Apocalipsis. Por lo pronto, una huelga de hambre llevada por gente de la parroquia obligó al obispo a salir de su búnker y a personarse ante la gente de las comunidades reunida en la iglesia. En un ambiente glacial y bajo la mirada un tanto desconfiada de la Virgen del Pañuelo, el obispo, con mucho énfasis y una emoción que pareció harto sincera, se comprometió a asegurar, después de la partida de Eloy, la continuidad de su línea pastoral. Reiteró que, independientemente del incidente del Pañuelo, esa pastoral era irreprochable ya que él mismo la había bendecido. No tenía ninguna intención de cambiarla. Para que no quedara duda sobre el particular, fue hasta presentar como futuro párroco de la comunidad a un excelente sacerdote, que andaba con él en ese día y que Eloy mismo estimaba como un buen amigo. Ante disposiciones tan razonables, Eloy juzgó que tal vez había llegado para él la hora de dejar paso libre. Como la mamá se le acababa de morir en Canadá, se marchó para allá sin vacilar, convencido de que la paz iba a volver al pueblo.
Zorro en el gallinero
Un par de meses después, estando en Canadá, Eloy empezó a abrir los ojos. Por noticias que le llegaban regularmente de Tilcara se enteró que el obispo le había metido el perro. El tal sacerdote amigo había sido asignado a la parroquia únicamente para que Eloy no tuviera más pretexto de quedarse en Tilcara o en la Argentina. Logrado esto, el obispo sacó enseguida a ese curita buenito y lo remplazó por una especie de extraterrestre que parecía salir directamente de una película nazi. El nuevo párroco era un viejo alemán que en una vida anterior había efectivamente servido como oficial en los ejércitos de Hitler. Tomó posesión de la parroquia de Tilcara como un león investido por el obispo de la misión mesiánica de sacarle el pañuelo a la Virgen y de reducir a polvo todo lo que ese pañuelo simbolizara.
Cuentan que una señorita de la barra de las escobas había pegado con “Poxi-ran” el controvertido pañuelo para que nadie lo pudiera sacar. Así que al santo cura no le fue fácil cumplir con esa primera parte de su misión. Para lograr su objetivo tuvo que pelear durante tres horas con la meticulosidad de un desactivador de bombas, ayudado de una pava de agua hirviente y de dos señoras gordas expertas en disección de todo. El pañuelo finalmente voló y, en el trance, se llevó un mechón de la peluca. Hubo que bajar un poco el velo sobre la frente de la imagen para tapar la peladita que se formó…
Durante cuatro años ese cura se gozó sádicamente en humillar a la gente más
vulnerable de la parroquia. A los que todavía se animaban a reunirse en pequeñas
comunidades los hostigó y aterrorizó con la policía, desmantelando todo lo que pudo. Prohibió la lectura de la Biblia, considerando que el pueblo no era más que «adobes» incapaces de entenderla. Expulsó de la iglesia a los mejores colaboradores de Eloy. Prohibió los cantos compuestos por él y quemó sus escritos. Bautizó «Centro comunista» al CEFAC, un centro eclesial de formación y animación comunitaria que Eloy había creado y financiado en gran parte con el aporte solidario de familiares y cristianos comprometidos del Québec.
Ese Centro fue el último reducto de la dignidad en contra de las neurosis del cura alemán. Durante casi tres años, logró resistir a las embestidas del receloso clérigo y mal que bien siguió con sus actividades de promoción de las pequeñas comunidades y de sus animadores. En poco tiempo, sin embargo, muchos proyectos sociales pensados en función de los más marginados, quedaron en la nada. Tanta mala fama se hizo, por ejemplo, a una linda guardería de niños que no hubo más remedio que cerrarla. Había sido creada para aliviar el fardo de las madres trabajadoras más empobrecidas, pero al oír que en esa guardería los terroristas de Eloy tenían bombas escondidas, las madres se asustaron y retiraron a sus hijitos. Con rumores por el estilo mucha gente se fue alejando de las comunidades y de los proyectos. Prácticamente todo se vino abajo. Al final, con la ayuda del abogado y otro personal del obispado, el cura logró meter mano también al CEFAC. Puso candados a las puertas y entregó las llaves a una vieja alcahuete que se dedicaba a fiscalizar y a sargentear todo lo que en el pueblo tenía dos o cuatro patas.
Varias delegaciones de la comunidad fueron al obispo a protestar por ese párroco que en nada correspondía a lo prometido. Le suplicaron hasta con lágrimas que lo sacara de la parroquia. Pero el obispo defendió a su peón como a la propia madre, clamando que en toda su diócesis no había mejor sacerdote. Los amonestaba diciendo: « ¡Ustedes le deben obedecer, porque él es el párroco!» Y ellos de replicar: « ¿Acaso Eloy no era párroco? ¿Por qué, pues, a los que vinieron acá a pedirle su cabeza usted no mandó que le obedecieran?»... Así fue como los «adobes» de Tilcara, incapaces de entender la Biblia, interpretaron el dogma de la «Obediencia debida» a párrocos y obispos que a veces se olvidaban de que no eran Dios.
Barba y ametralladora
Eloy seguía en Canadá, informado de lo que pasaba en Tilcara, cuando en Buenos Aires unos muchachos del MTP asaltaron el cuartel militar de La Tablada. En ese ataque varias personas fueron masacradas o hechas presas. Dio la casualidad que, algunos meses antes, dos de ellas, a invitación de Eloy, habían pasado por el CEFAC para charlar sobre su proyecto político. Así se confirmó con certeza que Eloy era nada menos que un terrorista. Corrió la voz de que era mentira que se había ido a Canadá. Había gente que lo había visto con barba y ametralladora escondiéndose en los cerros. Otros aseguraban, incluso, que su cadáver había sido encontrado en La Tablada. En Buenos Aires, un teólogo de los milicos fue hasta denunciar que Eloy Roy era la cabeza de puente del Sendero luminoso en el noroeste argentino.
Para los sobrevivientes de las comunidades de Tilcara esos rumores eran devastadores. Había confusión en la mente de muchos. Varios católicos desengañados, sobre todo en los cerros, se pasaron a los evangélicos. Entonces, Eloy, desde su remanso de paz canadiense, pensó que tenía que volver allá para frenar esos delirios. Sorteando reglas del clericalismo feudal, regresó volando a Tilcara para dar la cara. Su llegada agarró a todo el mundo por sorpresa y asestó un buen golpe al mito del barbudo terrorista muerto en la Tablada. Eloy siguió viviendo en el pueblo como simple «cura desocupado», a dos cuadras de la iglesia, a la que vio asfixiarse lentamente bajo las patas del Minotauro.
Dragón, el perro de Eloy, fue uno de los primeros en desertar la iglesia. Nunca se había perdido una misa de la época gloriosa en que erkes, samilantes, Pachamama, la Virgencita, todos los santitos y Jesús Resucitado formaban una linda barra junto con la gente enamorada de la vida, de la libertad, de la justicia, del amor, de los arbolitos y de los animalitos también. Pero al oír al alemán chirriando las primeritas palabras de su primera misa en territorio tilcareño, Dragón, que estaba dormitando sobre la alfombra del altar, abrió un ojo, paró una oreja, bostezó ruidosamente, se incorporó, levantó la pata, echó una meadita al cardón del altar, sacó su cola para arriba como una antena y se retiró por la nave central del templo con la dignidad de un Manco Cápac. Nunca más se lo volvió a ver en la iglesia. Tampoco se pasó a los evangélicos. Mejor que nadie, tal vez, el perrito había entendido esta palabra de Jesús a la samaritana: «Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad», y no en tal o tal templo (Jn 4, 23).
Desde la más total impotencia y pese a las úlceras causadas a sus superiores, Eloy se quedó en Tilcara tres años más para demostrar que asumía todas las consecuencias de sus actos. Con ello quiso también manifestar su indefectible agradecimiento y cariño a la gente que siempre lo había acompañado, y alentarla a no buscar jamás, aún en la adversidad más dura, pretexto alguno para volver al temor de los esclavos.
Por ahí tanteó una que otra diócesis de Argentina por alguna changuita, pero no hubo modo…
Al cabo de tres años, Damiana y otros incondicionales le dijeron a Eloy: «Ya podés irte».
Entonces Eloy se fue.
Su separación de la pequeña familia que Dios le había regalado lo mató más que diez mil muertes. Le dejó una herida que aún, después de 20 años, no se ha terminado de curar.
De allí se marchó para la China.
¿Y ese bochinche?
Algunos lectores, tal vez, se preguntarán por qué, en Tilcara, se hizo tanto escándalo por los desaparecidos si en ese pueblo nunca hubo desaparecidos, ni represión brutal, ni especial violación de los Derechos de la persona. A eso la gente que participó de las pequeñas comunidades podría contestar más o menos lo siguiente.
«Nosotros avalamos lo del Pañuelo y la causa de los desaparecidos de la Argentina porque somos Kollas. Durante siglos tuvimos que luchar para no ser borrados del mapa. Nos sacaron nuestra lengua, nuestra religión, nuestras tierras… Quisieron acabar con nuestra cultura y con todo lo que somos. Nuestra historia es la de un pueblo conquistado que estuvo por mucho tiempo en vía de desaparición. Lo que pasó en la Provincia de Jujuy durante la Dictadura, y especialmente en la Noche de los Apagones de 1976, tuvo mucho que ver con el drama de nuestros padres y abuelos. Cuando, enroscada con la Dictadura, la todopoderosa empresa Ledesma hizo desaparecer a más de 400 personas en una sola noche, se despertaron en nosotros viejas pesadillas. Volvieron a atormentar nuestra memoria imágenes de terror de la época en que éramos cazados como bestias para servir de esclavos en esa misma empresa. Con el Pañuelo dijimos: « ¡NUNCA MÁS!».
«Nosotros, en Tilcara, habíamos iniciado un caminar para liberarnos de ese pasado de esclavos. Hacía cinco años que en nuestro CEFAC de Tilcara, nos juntábamos de distintos pueblitos y distritos para reflexionar sobre nuestra realidad. Juntos empezamos a reconstituir pedazos de nuestra historia para comprendernos, para valorar lo nuestro y recuperar nuestra dignidad. Aprendimos a mirarnos con los ojos nuestros y no más con los ojos de los que nos tenían de menos. Compartiendo nuestras inquietudes y confrontando nuestras experiencias, comenzamos a descubrir las causas reales de nuestros atrasos y sufrimientos y a entender algo de los mecanismos de nuestra pobreza. Formamos embriones de pequeñas comunidades en varias partes. Eso fue muy lindo, porque, por fin, podíamos reunirnos para mirarnos, conocernos, intercambiar y compartir entre nosotros. Aprendimos a expresarnos, a hablar de temas nuestros que antes estaban prohibidos, y también a organizarnos de a poco para fortalecer lo nuestro y mejorarlo. Animándonos unos a otros, asumimos que éramos distintos, pero no por eso inferiores. Llegamos a sentir que teníamos el derecho de ser lo que somos y supimos que Dios quería eso. Descubrimos, con gran sorpresa, que muchas historias de la Biblia se parecían a la nuestra y que el mensaje de los profetas era todavía muy actual para nuestra sociedad. Con el Evangelio descubrimos que Jesús era un humilde hombre del campo como la mayoría de nosotros. Su palabra nos daba aliento para emprender ese caminar de recuperación de todo lo nuestro. Descubrimos que venerar a la Madre Tierra como lo hacíamos no era una ofensa a Dios sino un acto de amor al mismo Dios y un gran servicio a la humanidad. Supimos que a nuestros antepasados y a todos los que resistieron a los conquistadores Dios los había inspirado y sostenido. Descubrimos que había mucha gente de otras culturas que sufría lo mismo que nosotros y a veces peor que nosotros. Dejamos de sentirnos aparte y nos hicimos fácilmente solidarios de todos los que lloran y luchan por una vida más justa, más digna, más libre, más humana.
«Comprenderán entonces por qué era natural para nosotros identificarnos con tanta gente inocente que, por buscar lo mismo que nosotros, fue masacrada por la dictadura. Nosotros sentíamos las lágrimas y los gritos de las Madres de Plaza de Mayo como las lágrimas y los gritos de nuestras propias madres. No porque nos gusta adornar las imágenes de la Virgencita con cosas lindas para expresarle nuestro cariño, nos olvidamos de que ella sufrió, lloró y gritó como nuestras madres. Y muy a menudo por las mismas razones. Porque somos de un pueblo que fue condenado a desaparecer, nos sentimos muy cerca de los que desaparecen…
«Para nosotros, el Pañuelo a la Virgen fue como una página del Evangelio de Jesús. A través de ese signo vimos claramente que nuestra Iglesia tiene dos caras: una falsa que es la de los conquistadores de ayer y de hoy, y otra, la verdadera, que es la Iglesia de los que están clavados a la cruz junto con Jesús. En la Iglesia hay dos Cristos: un Cristo ídolo arreglado para legitimar todas las conquistas de ayer y de hoy, y, del otro lado, un Cristo que vive y quiere levantar, liberar, resucitar a todas las víctimas de esas conquistas. También hay dos Evangelios: un Evangelio de los ricos y un Evangelio de los pobres. El de los ricos es el evangelio de Caifás y de Pilatos, el de los pobres es el Evangelio de Jesús. Por haber proclamado este Evangelio de Jesús como una Buena Noticia de Dios para los pobres y oprimidos, el obispo sacó de la parroquia al padre Eloy y a nuestras queridas Hermanitas. Nos mandó un cura para callarnos y, en cierta forma, hacernos desaparecer…
«Si a la Iglesia de hoy le da un poco de vergüenza todo eso, sería tiempo que después de tantos años empezara a deponer sus posturas de virgen ofendida y a manifestar su arrepentimiento. Ella enseña a pedir perdón y a perdonar, ¡que lindo sería si fuera la primera en hacerlo, rehabilitando, por fin, a todas las personas de nuestro pueblo que, por medio de un cura infeliz, ella misma difamó y persiguió! ¡Con que gusto también la perdonaríamos!
«Lo sentimos, pero esto no lo podemos callar. El obispo que tanto mal nos hizo, está sufriendo, ya desde años, lo que él mismo nos hizo sufrir. La impotencia que está padeciendo fue la misma impotencia a la que él nos redujo durante años. Sus lágrimas son las lágrimas de todos nosotros que habíamos creído en su palabra y que hemos sido vergonzosamente trampeados y despreciados por él. El obispo tenía el derecho de disentir con Eloy, como Eloy tenía el derecho de disentir con él, pero no tenía el derecho de mentir. No respetó su palabra. No cumplió su promesa. Tomó lo del pañuelo como una enfrenta personal y se desquitó con nosotros. Se vengó sin compasión. Con todo, pedimos a Dios que no lo trate nunca como él nos trató y que le tenga la compasión que él jamás nos tuvo.»
MEMORIA ASEPTIZADA
Sin sorpresa, el obispo fue hecho arzobispo. Sin embargo, a los pocos meses de asumir, lo clavó a un sillón de ruedas un mal que ni la oración, ni la Cuba de Castro pudieron curar. En cuanto al viejo alemán, su carrera tilcareña duró unos cuatro años. Después se retiró y murió.
Eloy estuvo seis años en la China y luego se retiró a Canadá. De vez en cuando deja su tierra nórdica para peregrinar a Tilcara. Con veneración vuelve a abrazar a las mujeres y hombres que con él sufrieron por buscar el camino de un Evangelio sin opio. Los años pasaron, cundieron las distancias, pero jamás nada pudo separarlos.
Desde que el sol se puso sobre el reino del Minotauro, las puertas de la iglesia de Tilcara se volvieron a abrir para el cura pródigo como para cualquier turista. Dentro de esas paredes todo sigue igual, excepto que el Pañuelo ya no está y que el recinto sagrado, así como la mente de los que en él se reúnen, han sido higiénicamente exorcizados de la memoria de los hechos referidos en estas páginas.
Mientras tanto, más allá de las guerras de pañuelos, de Madres y genocidas, de Iglesia trasnochada o abierta, de creyentes o ateos, de «fachos» o de zurdos, de revolución violenta o no violenta, millones de argentinos siguen siendo huérfanos de una democracia real y de una justa participación en las enormes riquezas de su país. Hace más de treinta años que los “buenos” ganaron a los “malos”. Tuvieron toda libertad para cambiar las cosas. Lo que hicieron fue robar como nunca y llevar el país a la quiebra.
En estos días, sin embargo, se levantaron las principales trabas jurídicas al juicio de los genocidas, lo cual es un gran paso hacia la decencia. La economía está repuntando también. Pero, como siempre, son unos pocos los que se morfan casi toda la torta. Para la mayoría del pueblo quedan las migajas, además de lo… que suele caer sobre los que en el gallinero ocupan el palo de abajo.
Sería como si todo el horror que se abatió sobre el país hubiera sido apenas una picadura de mosquito y que el futuro consistiera en seguir adelante como si de nada.
*ERMITAS: Grandes cuadros realizados con flores, semillas, arena, cortezas de árboles y otros elementos vegetales. Se colocan en las calles del pueblo de Tilcara para marcar las distintas estaciones de la procesión del Cristo Yaciente, en la noche del Viernes Santo.
Eloy Roy
180, Place Juge-Desnoyers
LAVAL, Qc
CANADÁ
Correo electrónico : eloyroy@hotmail.com
(Agencia Paco Urondo)
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