Capital Federal (Agencia Paco Urondo, publicado en Revista Veintitrés, gentileza Mónica Oporto) Adelanto de la biografía escrita por Enrique Manson. El libro recorre vida y obra de un intelectual militante, autor fundamental del pensamiento nacional que cuestionó la perspectiva académica y mitrista de la historia argentina. Revisionismo, Rosas, Jauretche y las cartas de Perón.
La popularidad de Pepe Rosa Los últimos años de la década del ’60 fueron la etapa de instalación popular de José María Rosa. Mucho tuvo que ver la difusión masiva de la Historia Argentina, pero también es cierto que el vuelco de los sectores juveniles y revolucionarios al peronismo necesitaba, como en su momento lo había necesitado el mismo justicialismo, una interpretación de la historia nacional que se ajustara a sus demandas del presente. El Instituto Rosas, sobre todo desde el reinado de Manuel de Anchorena y la reinstalación de Julio Irazusta en posiciones expectables, se había convertido en un centro de homenaje y de recordación de un pasado lejano. Dedicado más a las formas –el vestuario de mazorqueros de los peones del estanciero en los asados multitudinarios– antes que a la esencia nacionalista de la política soberana del Restaurador, poco tenía que ver con las demandas de la juventud rebelde. Que a su vez eran vistos por algunos próceres de la institución como agentes de la infiltración marxista, como decía Juan Pablo Oliver.
No era el caso de Pepe Rosa, lanzado abiertamente a recorrer el país dictando conferencias donde lo llamaran, justamente, los jóvenes peronistas de arraigo antiguo o recién llegados. Así creció su popularidad, y su interpretación del pasado, mucho más que la interpretación oficial del revisionismo, fue tiñendo la manera de entenderlo por parte de las nuevas generaciones.
Una novedad de esos años, a caballo de un notable renacimiento de la música nativa, fue la aparición de los temas federales y sociales en las letras de zambas, estilos y chacareras. Atahualpa Yupanqui en El payador perseguido hablaba de la necesidad de dar contenido a las letras folclóricas y no quedarse en la mera belleza paisajística:
“Si uno pulsa la guitarra
pa cantar coplas de amor,
de potros, de domador,
del cielo y de las estrellas, dicen:
qué cosa más bella.
Si canta que es un primor.
Pero si uno, como Fierro,
por ahí se larga opinando,
el pobre se v’acercando
con las orejas alertas
y el rico bicha la puerta
y se aleja, reculando”.
En esos años apareció Roberto Rimoldi Fraga, quien abusando –para el gusto de quien esto escribe– del alarido y de la obviedad en los contenidos, incorporó sin embargo temas federalistas y caudillescos a sus letras. Esto provocó la molestia de algunos oídos nacionalistas de sensibilidad refinada como el caso de Bruno Jacovella, quien criticaba diciendo que “en el dúo con Rimoldi Fraga, el Dr. Rosa pone la letra y el otro los gritos”.
Con un estilo más cercano a los emblemáticos Chalchaleros, surgió un cuarteto liderado por Armando Luis Mogliani que eligió, como no podía ser de otro modo, el nombre premonitorio de Los Montoneros. El conjunto avanzó sin eufemismos dando a conocer una Vida y muerte de Juan Manuel de Rosas. Su contenido, de agradables acordes musicales que recorrían la gama de la música folclórica tradicional –huella, triunfo, malambo, chacarera, zamba– desarrollaban en versos a veces muy originales y otras más discretos, justamente lo que Jacovella llamaba la letra de Pepe Rosa.
De esta fuente surgiría la película de Antín, Juan Manuel de Rosas (1972), obra mediocre, si se quiere, y muy criticada por el propio Rosa que no quedó nada conforme con su factura, pero que llenó un vacío y desarrolló un tema inimaginable pocos años antes.
En 1974 se conocería la obra teatral El Inglés, de la que dice su autor, Juan Carlos Gené: “Un día, (Pepe) Soriano me llamó por teléfono para decirme que había hablado con la gente de Zupay para hacer una gira nacional juntos. ¡Pepe Soriano con el Cuarteto Zupay! Bueno, esa circunstancia provocó El Inglés. Junto con la circunstancia del país, con mis problemas y mis maneras de interpretar la realidad, claro. Pero la obra se cortó cuando ocurrió el golpe militar del ’76, porque estuvo en cartel dos años seguidos y luego se repuso en el ’83”. El texto era una recreación del relato peperrosiano de la Primera Invasión Inglesa y la Reconquista de Buenos Aires, y estaba dedicado al historiador.
Como otro tipo de manifestación del nuevo papel que Rosa desempeñaba en el espíritu de las juventudes, el 10 de marzo de 1969, aniversario de la nacionalización de los ferrocarriles, la CGT de los Argentinos dio a conocer un manifiesto de su Comisión de Afirmación Nacional, puesto “bajo la advocación de los próceres que forjaron la nacionalidad y de aquellos luchadores que hasta hoy han dado testimonio, incluso con sus vidas, de la resistencia a la penetración extranjera”.
La Presidencia honoraria de la Comisión estaba a cargo de Juan Domingo Perón, y su mesa directiva integrada por Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche y José María Rosa.
Esta instalación pública provocó disidencias entre los amigos nacionalistas. Disidencias que muchas veces pasaban por los celos por la popularidad que iba ganando Pepe. Ya en 1965 Pedro de Paoli había asumido el rol de censor cuando publicó El revisionismo histórico y las desviaciones del Dr. José Maria Rosa.
Luego de una larga introducción donde intentaba explicar la razón de ser del revisionismo, y lo que él entendía que son sus valores fundamentales, iniciaba un pretendido análisis sobre Rivadavia y el imperialismo financiero, donde encontraba lo que llamaba Las desviaciones del doctor José María Rosa. Empezaba por atacar una definición de imperialismo, que Rosa había caracterizado como “acción del Estado dominante, indirecta y sutil (que)... se apoya en la voluntad de los dominados, o por lo menos en una parte destacada de ellos”, para recordar “los cañones y las bayonetas” de Pophan y Beresford, que como es obvio y lo recuerda De Paoli, no fueron “elementos indirectos y sutiles”.
Luego de empeñarse en no distinguir la acción sutil del imperialismo de la frontal de la conquista colonialista, creía descubrir una alabanza a Rivadavia, cuando el autor decía: “La Argentina de Rivadavia ha declarado su independencia, posee un gobierno reconocido en el exterior y un orden jurídico aparente”, a lo que respondía: “No fue la Argentina de Rivadavia la que declaró su independencia, sino las Provincias Unidas del Río de la Plata...”, como si no existiera continuidad jurídica entre una y otra. De Paoli no se da cuenta de que Rosa remarca la independencia formal –efectivamente declarada en 1816– para contrastarla con el párrafo en que afirma que “no podemos considerarla nación soberana porque no maneja su destino”, que era lo que efectivamente ocurría con la Argentina de Rivadavia. Más adelante, De Paoli hierve de patriótica indignación al poner Pepe en duda que Dorrego y los caudillos del interior fueran conscientes de la sutil intervención imperialista. Pero recién Rosas, y después de la guerra colonial contra Francia de 1838-40, pareció entender claramente el sentido de la agresión de las potencias “comerciales”, y fue el propio Rosas el que, mediante una obra de paciencia y tenacidad que incluye una correspondencia profusa, fue instalando la idea de nacionalidad en la cabeza de muchos caudillos del interior.
Pero todo esto se debía a que José María Rosa tenía “una gran confusión mental”, se había alejado además “de la religión católica” en su afán de defender al “liberalismo masónico de Rivadavia”, “del inmaculado Rivadavia”, a quien De Paoli, en su lectura lineal, supone que Rosa intenta defender.
Es que para algunos, como Elías Giménez Vega, Rosa no era más que el subsecretario justista de un ministerio santafesino, ganado por acomodo debido a su padre masón, pasado callado deliberadamente en “las solapas de sus libros”, que pretenden hacerla nacer con la fundación “15 de junio de 1938” del Instituto de Estudios Federalistas. Giménez Vega también cargaba sobre la visión política de la religión en la obra de Rosa y lo acusaba por decir que “la religión no era más que un sistema, ‘era un arma necesaria para luchar contra la penetración inglesa’”. Tanto que el católico sincero era Rivadavia, “practicante asiduo, y se daba hasta disciplinazos en la Casa de Ejercicios”. Es que Pepe, en realidad, “no es historiador; acepta ser denominado rosista, con lo que confiesa su parcialidad. Porque una cosa es ser revisionista y revisar la historia en busca de la verdad, y otra muy distinta es ser partidario anacrónico y trasnochado de un hombre o una etapa perimida”.
El crítico de Rosa termina de mostrar la hilacha cuando la emprende contra “el candombe folklórico y... los destemplados gritones”, es decir contra la popularización y difusión extraacadémica de la interpretación de la historia de la que Rosa se estaba convirtiendo, para los celos de muchos ex amigos y ex compañeros de andanzas historiográficas, en expresión dominante.
Muchos fueron los que se sumaron a las críticas, incluyendo a quien se definía como “entrañable amigo desde su más tierna infancia”, Juan Pablo Oliver, quien utilizó su polémica sobre la Guerra de la Triple Alianza para decir que conocía “a pie juntillas su imaginación creadora, talento narrativo y cautivante estilo para la historia ficta, pero algo apresurado en sus conclusiones”.
Tal era la identificación que había llegado a alcanzar con la figura del Restaurador, hasta tal punto Pepe Rosa era considerado el dueño de Rosas, que empezó a circular en los mentideros históricos una anécdota inventada ad hoc: Don Juan Manuel estaba en su despacho con su secretario Antonino Reyes, atendiendo los mil y un problemas de la política cotidiana. En un momento dado, le dicta a Reyes una medida que se sale de lo común. Hasta tal punto que el secretario no acierta a ver el sentido y le pregunta, con el debido respeto: “–¿Señor gobernador, por qué ha decidido proceder de este modo?”. Don Juan Manuel piensa un momento, como dudando, y luego responde, seguro: “–No sé por qué. Pero en 1906 nacerá José María Rosa y él se encargará de explicarlo”. (Agencia Paco Urondo)
"Ni yerba de ayer secándose al sol..."
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