Una autocrítica de nuestras militancias, por Joe Cornejo

Capital Federal (Agencia Paco Urondo) Adoro a la actriz Milla Natasha Jovovich. E incluyo en mi apreciación películas tan intrascendentes como El Quinto Elemento y desopilantes como Zoolander. No solo por el dato exótico de haber nacido como ciudadana soviética en 1975 y de haber sido la protagonista de la segunda parte de La laguna azul. Lo que realmente me enamoró de ella es la personificación que hace de una heroína cuasi mitológica, la campesina y generala francesa, Juana de Arco.

No voy a desarrollar la Guerra de los cien años, pero muy someramente ocurrió algo así. Hacia fines del siglo XIV, los ingleses consideraban que estaba en su derecho al trono francés y declararon la guerra al Estado galo. Los franceses comenzaron con algunas victorias e incluso llegaron a saquear los puertos del sur de Inglaterra, pero año tras año, la tendencia se invierte. Y en la batalla de Azincourt, la hecatombe: la caballería gala y su fama de invencible fue pulverizada por la infantería ligera inglesa, a pesar de contar con la mitad de efectivos de las fuerzas rivales. En breve, los británicos se quedaron con todo el norte francés, la capital París, Orleans y consolidaron su alianza con los borgoñones, que eran franceses al servicio del dinero inglés.

El rey Carlos VII era el legítimo heredero del trono, pero su mensaje no llegaba al Pueblo francés y cundía la desmoralización y la desmovilización popular. El avance inglés se volvía avasallador. La historia narra que Juana logra convencer a Carlos para que apoye su campaña contra los ingleses. Ella expresaba al Pueblo bajo, de base, los campesinos que no tenían nada excepto su amor a su tierra y el odio al extranjero que los echaba de sus campos. El rey confía en ella, le brinda una armadura y una pequeña guarnición de oficiales (el ejército estaba devastado) pero detrás de ella se suman cientos de campesinos que la llevan de victoria en victoria. Al recuperarse la Catedral de Orleans, el rey, que aún no había sido coronado tal como lo regían las rígidas formas de la época, obtiene este fin y un resonante éxito político. El Pueblo lo aclama y arroja pétalos de rosas a su paso.

Pero el rey desconfía del creciente prestigio e influencia que Juana tiene sobre las clases bajas. Y le retira sus tropas, librándola a su suerte. En la película, Jovovich está frente a las murallas de París y de espaldas al ojo de la cámara. Su armadura, hundida hasta las rodillas en el barro. Sus escasas tropas chapotean en el lodo, impotentes contra los muros parisinos. Yo me sentía como el lugarteniente que le toca informarle a Juana la catástrofe, esa fatídica noche del domingo ya casi lunes. Arreciaba la lluvia y estábamos a las puertas del Hotel Intercontinental. Unos paneles de aglomerado negro nos cerraban el paso. Algunas compañeras (Cintia, Adriana) lagrimeaban la inminente derrota electoral. Y no nos dejaban pasar. Algunos compañeros empezaron a golpear, en su impotencia, el aglomerado, despertando pánico en el gerente sueco del Hotel.

Sintetizo: el kirchnerismo estaba viviendo su noche peor, el alto funcionariado presentaba un suspicaz y alto nivel de ausentismo y los militantes que voluntariamente venían a apoyar al gobierno nacional eran abandonados a su suerte. Allí estaba medio centenar de la JP Descamisados, una pequeña fracción de GEN, la Paco Urondo y algo más tarde una treintena de compañeros del Colectivo Militante, hora tras hora, librados al agua, el viento y el frío. Me toca reconocer que el secretario de JP bonaerense, José Ottavis, hizo el esfuerzo de convencer a las autoridades (¿del Hotel, del kirchnerismo?) para que la militancia ingrese. Fue en vano. Lo mismo para Mariana Grass, titular de DiNaJu (área de Juventud de Desarrollo Social). Incluso el legislador porteño y responsable de JP nacional, Juan Cabandié, apenas logró que ingresara una delegación mínima de cinco militantes.

Esta metáfora de la militancia fuera del centro del dispositivo parece ser uno de los nuevos relatos para explicar la amarga realidad. Pensé en la autocrítica, esa cantinela que el progresismo nos pedía hace poco y que jamás escuchamos de ellos. Este triunfo ajustado pero innegable de la restauración conservadora requiere tres autocríticas. Uno, la crítica de los intendentes y gobernadores, que la viven en cada elección. Imagino que el intendente de Tres de Febrero, por ejemplo, debe estar bastante preocupado por su continuidad. Dos, la que no ocurrirá nunca, la autocrítica del progresismo. En la erosión de la imagen del Proyecto Nacional, abriendo el espacio a la derecha, mucho se ha esforzado el progresismo, en especial Pino Solanas. Y tres, la del peronismo más combativo.

Pienso en términos de representatividad y democratización, pero no del ya clásico (y aburrido) argumento de “¿por qué Kirchner no se apoya en las organizaciones sociales / la juventud / la militancia / la CTA y un largo etcétera?”. Estoy pensando en términos de validación de títulos. Me interrogo sobre los mecanismos de demostración de la representación, de que realmente alguien exprese la militancia y pueda demostrarlo fortaleciéndose ante sus pares. Si Néstor y Cristina plebiscitan su mandato cada dos años, ¿no debiera articularse en la militancia algún nivel de validación, de confirmación de la representatividad?

Los muy criticados intendentes, gobernadores, sindicalistas son votados, ganan y pierden, demuestran su representatividad o se derrumban en el fracaso. Naturalmente la variable electoral no es la única forma de validación, el problema es que muchos (y protagónicos) actores del kirchnerismo no tienen representatividad alguna, no expresan a nadie, o al menos no está tan claro si expresan y a quién hacen.

Vuelvo sobre esto. La elección, paradigma de la legitimación liberal, no es el único mecanismo de validación. Pero es un tipo de validación, superior a no tener ninguno.

Nos toca un tiempo de reflexión, aprovechémoslo. Y no dejemos que quemen a Juana de Arco y a sus campesinos en la hoguera. (Agencia Paco Urondo)