Capital Federal (Agencia Paco Urondo, en Página 12) De repente una voz llama y dice que Benedetti ha muerto, y surgen poco a poco unos recuerdos en pocas raciones. Hay un cupo de rememoración que tarda en cubrirse y primero aparece su forma poética limpia y decidida, su lengua popular, con delicias juglarescas que en materia de un Uruguay poético podría estar en los antípodas de un genial inaudito como Herrera y Reissig pero que era de absoluta dignidad en su melancolía amorosa, con simetrías elegantes, volcadas a la genuina lectura tan vasta, tan citada y diversificada.
Nunca estuvimos lejos de Benedetti –los lectores rioplatenses–, pues nos envolvía y se envolvía en las atmósferas de las ciudades nuestras en las que reaparecía en la voz de Daniel Viglietti, en la de Serrat, en las películas que vimos en la calle Corrientes cuando todavía no se comía pochoclo en los cines y quedaban sus novelas impregnadas de actores argentinos, Renán, Alterio, Laplace, Lautaro Murúa. Benedetti fue un poeta que mantuvo una sonoridad preparada para educar a públicos esperanzados sin que cediera su trabajo sobre las ligaduras estoicas que llevan a meditar sobre la soledad, la muerte y el amor que aun en su plenitud es presa del tiempo. Tuvo la ventura y la perseverancia de hacer coincidir su lírica amorosa y social con el largo momento de presencias y destierros que registran nuestras historias nacionales. Si en materia de misteriosa austeridad del existir y lejanía enigmática de la trama del mundo aparecen Onetti o Felisberto Hernández en los recuerdos aledaños que inspira Mario Benedetti, en él –que también intentó el haiku– están esos mismos temas de manera explícita y franca, sin que dejara de ser rigurosa, sin que dejara de entregar una armonía de todo lo que es vital pero visto en la grandiosa resignación “de una muerte que comienza a ser nuestra”, como dice en “Pasatiempo”, última cuota de nuestros rápidos recuerdos.
* Director de la Biblioteca Nacional.(Agencia Paco Urondo)
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