Capital Federal (Agencia Paco Urondo) A Bruno Vetere
El invierno se resistía a retirarse, pese a que apenas faltaban cinco días para el comienzo de la primavera de 1974.
El frío se hacía sentir duramente entre las frágiles paredes de madera y el techo de chapa de la prefabricada que Bruno había logrado adquirir en José C. Paz tras toda una vida de trabajo, lucha y padecimientos.
Detuvo la alarma del despertador y encendió, como todos los días, el primer “Particulares” sin levantarse de la cama. Tosió unos instantes luego de la primera pitada, volvió a pitar y, estirando el brazo hasta la silla junto a la mesa de luz, tomó la vieja bata de lana que colgaba del respaldo.
En un solo y rápido movimiento se incorporó y se calzó las pantuflas. Se puso la bata y sin encender el velador para no molestar a Bocha, su compañera de los últimos años, casi a tientas, se dirigió a la cocina.
Abrió la llave de la garrafa mientras volvía a pitar el cigarrillo y encendió una hornalla con el oxidado “carusita”. El olor de la bencina terminó de despertarlo.
Llenó la pava y la puso a calentar.
Juntó coraje, abrió la puerta que daba al patio y, en dos trancos largos, entró al diminuto baño.
Un nuevo acceso de tos y su próstata enferma ya hacía tiempo se asociaron para hacerle orinar los bordes del inodoro y el rústico asiento de madera levantado contra la pared.
Puteó, tiró de la cadena, se lavó manos y cara con el agua helada y volvió a la cocina.
Llenó el mate con yerba hasta poco más de la mitad, tapó la boca del mismo con una mano y dándolo vuelta lo agitó de arriba abajo. Se sacudió el polvillo de la mano dentro de la pileta, apagó la hornalla donde el ronroneo de la pava anunciaba la temperatura exacta del agua y comenzó a cebar el mate lentamente, sobre la bombilla, evitando mojar la yerba hasta que la espuma apenas verde asomó alrededor de la misma; dio una larga chupada hasta hacerlo sonar y volvió a cebarlo. Tomó el segundo y encendió otro cigarrillo.
Ya en el desordenado comedor prendió fuego a la punta de un escarbadientes y sentándose en una de las destartaladas sillas, levantó la vieja estufa y la movió para asegurarse de que tuviera kerosene; la apoyó nuevamente en el piso de cemento y acercando el escarbadientes inició la ardua tarea de calentar “el rancho” como solía llamar a aquella humilde vivienda.
Jamás se quejaba de su pobreza.
La llevaba con orgullo.
Jamás se había quedado con un vuelto.
Nunca había metido su mano en el bolsillo de alguien ni conservado bien alguno que no le perteneciera; no porque no hubiera tenido oportunidad sino porque simplemente consideraba que no correspondía.
Tampoco le habían interesado los cargos o los honores a los que pudo haber tenido acceso en los años de gloria del General y la Señora.
Su militancia había comenzado espontáneamente el 17 de Octubre del ‘45 en la Plaza de Mayo, a la cual llegó caminando desde el barrio San Carlos Norte, hoy Caballito, donde vivía con su madre y sus cuatro hermanos menores en la casa que su finado padre Francesco había levantado con sus propias manos y no la abandonó en toda su vida pero siempre desde la trinchera, codo a codo con los Descamisados.
Creía a rajatabla en aquella Revolución y se entregó a ella sin más interés que el de dar “la vida por Perón”.
La organización del partido lo llevó unos años después a Tucumán donde se asentó, conoció a su primera esposa, Amanda y tuvo su primer hijo, Francisco. Sus idas y venidas a causa de la política hicieron fracasar el matrimonio.
Tras la caída del gobierno, tras la contrarrevolución del ’55, fugó a Córdoba donde se enamoró de su segunda mujer, María.
Le nacieron dos hijos de ese amor, Bruno y Águeda pero la represión no le permitió permanecer mucho tiempo en un mismo lugar y, una vez más, priorizó la lucha y fracasó en su vida personal.
A mediados de los ’60, en un fugaz paso por Junín, a donde lo habían llevado sus actividades en el marco de la Resistencia Peronista , conoció a Bocha y se descubrieron el uno para el otro.
Meses después se mudaron juntos al “rancho” donde vivían de su pobre jubilación y de la pensión que su compañera cobraba de su marido fallecido. Desde allí las visitas a su familia se hicieron más asiduas después de una ruptura de años a causa de la clandestinidad.
No todos lo recibían de buen grado,(más de una vez había salido a los portazos de las casas de sus hermanos tras feroces discusiones políticas), a excepción de la menor, Beba, quien, si bien tampoco comulgaba con sus ideas, le abría su corazón como siempre lo había hecho.
Allí lo atraía por sobre todas las cosas, una de sus mayores debilidades: su sobrino Daniel quién desde muy pequeño se deleitaba escuchándolo hablar sobre Perón, Evita y la Revolución y a quién, en los primeros ’70, aconsejaría en sus primeros pasos militantes en la Juventud Peronista.
Ahora, sólo y en silencio, sentado frente a la pava semivacía y al mate ya lavado, pensaba con preocupación en él y en Brunito quién integraba el Peronismo de Base en Córdoba.
Las cosas, desde la muerte de Perón, se estaban poniendo de verdad feas y lo aterraba la idea de que dos de sus seres más queridos pagaran con sus vidas la traición.
De eso se trataba su madrugón de esa mañana.
Tenía cita, en un hotel de la Avenida de Mayo, con un histórico del Movimiento, bajo cuya conducción habían transcurrido sus últimos dieciocho años de lucha previos al retorno de Perón a la Patria.
Iba a encontrase con Atilio López, “Don Atilio” como él lo llamaba a pesar de tener edades similares.
Se estaban reorganizando los peronistas auténticos para tratar de recuperar el gobierno para el pueblo y él, una vez más, iba a sumarse.
Encendió otro cigarrillo.
Tosió.
Cruzó otra vez el pequeño patio.
Se afeitó.
Se acomodó los pocos cabellos que aún conservaba con las manos y volvió al comedor donde lo esperaba el traje, impecable a pesar del tiempo, colgado del perchero de madera de roble.
Se vistió con cuidado delante del espejo y entró al dormitorio.
Se inclinó sobre la cama y besó la frente de Bocha quién, entre sueños le dijo: “Cuidate” y salió a la calle de tierra donde lo esperaba su viejo Citrôen 2CV estacionado a medias sobre la vereda de césped. Tras varios intentos, logró ponerlo en marcha. Dejó que el motor se calentara un par de minutos, recorrió los cincuenta metros que lo separaban de la ruta 8 y puso rumbo a la capital.
El sol ya se había elevado y empezaba a calentar levemente la mañana.
Bajó el parasol y encendió la vieja Spica, que colgaba de la perilla que accionaba el péndulo del limpiaparabrisas, para escuchar el noticiero de las ocho.
La ruta estaba lenta a causa de los camiones que habitualmente la transitaban y, armándose de paciencia, encendió un nuevo cigarrillo para continuar el viaje.
Media hora después giraba a la izquierda en Puerta 4.
Cruzó el puente y tomó por el camino del Hospital Militar Campo de Mayo para evitar el tránsito.
El noticiero había terminado y ahora cantaba Goyeneche.
Volvió a empalmar con la ruta ocho a la altura del Batallón de Ingenieros 601 y entonces fue cuando ocurrió.
Escuchó un fuerte estallido a su derecha y perdió el control del auto para terminar estrellado en la zanja pocos metros antes del puente del río De la Reconquista.
En esa pequeña fracción de tiempo, pensó en Bocha, sus hijos, su sobrino y, tras el golpe, perdió el conocimiento.
Tres días después, despertó en una sala común del Hospital Castex (al que se negaba a dejar de llamar Policlínico Evita) con una de sus piernas enyesada hasta la cadera y un infernal dolor de cabeza
.
Bocha dormitaba sentada en una silla a un lado de la cama.
Se quedó mirándola tratando de comprender lo que había ocurrido.
Intentó, sin éxito, incorporarse al tiempo que se percataba de la sequedad en la boca que no le dejaba separar los labios.
El chirriar de la cama metálica despertó a la compañera que se levantó de un salto de su asiento y se lanzó a besarlo con lágrimas en los ojos.
Largas habían sido las horas de angustia padecidas por aquella mujer delgada de cabellos apenas canos y de una eterna sonrisa en los labios.
Como pudo, le pidió agua y luego de un par de sorbos comenzaron las preguntas.
Las respuestas no se hicieron esperar.
Por algún motivo, la rueda derecha del “patito feo” había estallado provocando el accidente.
Al llegar al hospital y tras los primeros auxilios, lo habían operado para recomponer las múltiples fracturas de su pierna y desde entonces lo habían mantenido sedado para atenuar los dolores.
Gracias a una factura impaga de SEGBA, la empresa estatal de electricidad, hallada en el bolsillo del saco, la policía había ubicado a Bocha quien hacía dos días que no se movía de su lado.
Bruno fue reaccionando de a poco y cuando tomó conciencia del tiempo transcurrido le dijo: “Hay que avisarle a Don Atilio”.
El rostro de la compañera se ensombreció y la sonrisa se fue desdibujando poco a poco.
No sabía cómo decírselo pero tenía que hacerlo.
Hubiera querido no ser ella la portadora de semejante noticia.
Él comprendió que algo andaba mal y se quedó esperando en silencio, como previendo la respuesta.
Cuando ésta finalmente llegó, su corazón dio un vuelco y estuvo a punto de traicionarlo.
El 16 de Septiembre Don Atilio López había sido secuestrado y asesinado por la Triple A del brujo López Rega, otrora mucamo de Perón devenido en eminencia gris del gobierno de Isabelita, y sus secuaces.
Providencialmente, el accidente en la ruta había evitado que él llegara a la cita.
Su cara se transfiguró de golpe tomando un tono que fue del rojo al morado al tiempo que su boca abierta pugnaba por recuperar el aliento.
“¡Hijos de Puta!” gritó de pronto y rompió en llanto repitiendo “¡Hijos de puta…hijos de puta….hijos de puta…!”
Bruno murió en el ’86, en Junín, donde se refugió con Bocha luego del golpe del ’76 y desde donde, cada tanto, viajaba a Buenos Aires para encontrarse con sus hijos y su sobrino en casa de Beba.
Estaba enojado con Perón y lo estuvo hasta el último instante pero, aún así, jamás dejó de ser peronista ni de soñar con la victoria final de aquella Revolución que él y millones de hombres y mujeres argentinos habían comenzado en aquella primavera del ’45 y en pos de la cual nunca dejó de militar.
Tampoco dejó de fumar.
Ni de toser
(Agencia Paco Urondo)
Liberales dudando de los números de Milei
Hace 20 horas
Gracias Daniel... me conmovió poder palpar de cerca, como si lo estuviera viendo, la grandeza de los sentimientos de aquellos hombres de honor que nos antecedieron... y que nos sirven de guía aún hoy, tal vez más que nunca, en nuestra actual situación!... de reorganización y profundización de la crítica y autocrítica al modelo económico-político-psico-social del ejército invisible del hipnotizador televisivo, que reemplaza el valor de ser por el valor del tener...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte!
Eduardo G.