miércoles, 15 de julio de 2009

La estrategia del cambalache, por Marcelo Koening

Capital Federal (Agencia Paco Urondo, en Revista Contreditorial) El autor es militante político, director y cofundador de la Casa Cultural del Peronismo Revolucionario. Profesor en la Universidad de Buenos Aires en la carrera de Derecho, en Historia Política y Teoría del Estado, y en la Universidad Popular Madres de Plaza. Es, además, director de la revista Evita. La nota refiere a un artículo publicado por el periodista Julio Blanck en Clarín (para ver nota de Blanck)

Julio Blanck es una de las principales espadas de grupo Clarín. Desde sus editoriales en ese diario, como en su programa de televisión junto a Eduardo van der Kooy, expresa con claridad meridiana el pensamiento del multimedios. Cada domingo, en su columna ¿Azúcar o sacarina?, Blanck va aportando a la construcción del discurso del “gran diario argentino”. En particular, su editorial del domingo 26 de abril, titulado “Alegres mascaritas que llenan la política de buenos ejemplos”, es una perlita, pues muestra a las claras la estrategia de confrontación adoptada por ese monopolio informativo. A partir de esa modesta (por su escaso vuelo literario) ironía tanguera, Blanck se sitúa como examinador de la democracia. Y como buen periodista “serio”, pretende escudarse tras la objetividad. En efecto, hace un prolijo recorrido sobre oficialistas y opositores, siendo igualmente lapidario con todos ellos. Incluso, lo hace con una prolijidad tal que empieza nombrando a referentes de la oposición. De Narváez, Michetti, Moyano, Ibarra, Parrilli, Kunkel, Carrió, Fraguío y Sandra Mendoza. Todos pasan por su picota. Nadie se salva de la acidez de su pluma. Cualquier lector podría decir: “¡Vieron qué objetivo! No se casa con nadie, les pega a todos por igual”. Pues ahí está, precisamente, la clave de la estrategia discursiva del multimedios: la demonización global de la política.

Todo grupo concentrado sabe que en la medida en que la sociedad se politice, su poder disminuye. Por eso, en lugar de alentar la participación social y política en defensa de sus propios intereses, prefieren un fino trabajo de deslegitimación, no sólo de la acción política en general sino, y particularmente, de todos y cada uno de sus actores.

No se trata de algo nuevo. Se lo debemos a los viejos griegos. El rescate hecho a partir del renacimiento europeo de las ciudades-estado de la Hélade se desarrolló junto a una serie de mitos que permitieron justificar a la civilización noratlántica, constituida en centro dominador del mundo. Entre ellos está la idea de que la sociedad griega, y la ateniense, eran el ejemplo mismo de la democracia. Sociedades en las que, en rigor, los derechos políticos eran ejercidos por unos pocos. Había que descartar a las mujeres, los esclavos, los no nacidos en Atenas, los artesanos y comerciantes, entre otros. En definitiva, los únicos con derechos “democráticos” eran los propietarios de tierras y de esclavos. Para justificar esta organización es que se fueron escribiendo las tragedias. En todas ellas se da una constante: el alto precio que debe pagar quien ejerce el poder. Edipo Rey, Antígona, Andrómaca, Electra y muchas otras obras plantean esa temática, con un mensaje claro: el poder corrompe, trae terribles consecuencias, por lo tanto, “déjennos a nosotros seguir asumiéndolo”. Esa línea fue recogida por la oligarquía inglesa, que dominó casi todo el globo con su estrategia imperialista. Fue Shakespeare entonces quien, con sus propias tragedias (Ricardo III, Enrique V, Hamlet), mostró el precio del poder. Hoy, en esta misma tradición, oligárquica y antidemocrática, se enmarca la demonización de la política.

El modelo de dominación que implica la globalización, entendida como hegemonía del capital financiero y especulativo, tiene como consecuencia directa la exclusión. Miles se quedan afuera del trabajo como productor no sólo del futuro material de la sociedad, sino también del sentido de vida. Por eso la exclusión, además de económica, es también cultural y política. Es particularmente a este último punto al que me quiero referir, pues en esas aguas abreva Blanck cuando estigmatiza a los políticos.

Los grupos económicos mediáticos son el agente de aplicación de la exclusión política, a través precisamente de su banalización. El principal efecto es la indiferencia, cuando no el rechazo directo, de todo lo relacionado a lo político. Otra vez el mensaje es claro. La política es corrupta y cada día se puede poner un ejemplo para corroborarlo, centrado en los mismos personajes que esos medios ayudaron a encumbrar.

Entonces, no se metan con la política. Así se deja al pueblo (devenido en “gente” por el uso de la palabra que hacen los multimedios) sin una herramienta fundamental. No hay proceso de liberación posible sin política. Es la única herramienta de acumulación de poder que tienen los humildes, aquellos que carecen de todo poder económico. La organización popular, que es la política propia de los sectores excluidos, es negada sistemáticamente. En su reemplazo se sitúa la puja farandulizada de partidos vaciados de contenido ideológico, y la disputa entre intereses sociales y materiales diversos es reemplazada por una pelea entre sonrisas de candidatos y estrategias de marketing.

La exclusión política y la desideologización van de la mano. Y el ingrediente central en ese combo es la idea de que la política es algo malo. Porque, ¿a quién le pega Blanck cuando habla de mascaritas? Precisamente a la política. Todo es igual. Nada es mejor.

En lo específico, este editorial de Clarín tiene una un dardo teledirigido que demuestra algo que al grupo le dolió particularmente. Se trata de las banderas contra el secuestro de los goles del fútbol nacional que hace Torneos y Competencias (también de ese multimedios) hasta los domingos a la noche en Fútbol de Primera. La estocada va directamente contra la Ley de Servicios Audiovisuales propuesta por el gobierno nacional. Sin mayores explicaciones, Blanck acusa a Carlos Kunkel de ser el autor de sendas banderas críticas contra Clarín que desplegaron las hinchadas de River y Boca en el último clásico. Como esta acción se enmarca en el plano de la disputa de la opinión masiva, el grupo pareció acusar el golpe. Y Blanck contesta: ningunea a la nueva ley (se refiere a ella como a la “torpe guerra contra los medios” que hace el kirchnerismo), defendiendo por transición el statu quo de la norma vigente, creada por la dictadura.

La misma que durante el gobierno de Carlos Menem fue modificada en un artículo puntualmente para permitir la propiedad en pocas manos de la comunicación de los argentinos, en sintonía con el proceso privatizador vivido en estas tierras durante el apogeo del neoliberalismo. Por eso, no es conveniente discutir esta ley. No hay argumentos para defender un sistema oligopólico que pondría colorado a cualquiera de los países del primer mundo capitalista que los grandes medios dicen reivindicar. La cuestión es, en cambio, demonizar a toda la política por igual. Esa es la lógica.

Mezclar en la vidriera del cambalache a los guardianes de los privilegios de estos grupos (Elisa Carrió dixit: “Si tengo que defender los monopolios para defender la libertad de expresión, lo haré gustosa”) con quienes proponen un modelo distinto. Por eso, a Clarín le quiero dedicar no la bonita página de García Jiménez y Aieta con la que Blanck cierra su nota, sino una de Enrique Santos Discépolo, que en plena década infame, cuando los conservadores habían desvirtuado a la democracia, escribió el tango “Cambalache”.(Agencia Paco Urondo)

1 comentario:

  1. Marcelo, coincido ciento por ciento en lo que opinás. Ahora lo que me pregunto es porqué será esta vida así que a Blanck lo leen y ven millones de personas diariamente, y a Marcelo Koening lo lee tan pero tan poca gente. Es una duda nomás.

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