Capital Federal (Agencia Paco Urondo) Hace ya 20 años, en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, fueron bárbaramente asesinados por escuadrones de la muerte ultraderechistas en el Salvador, seis sacerdotes jesuitas, la cocinera de la residencia donde vivían, Sra. Julia Elba y la hija de ésta, Celina, que a sus quince años, se abría a la vida como una flor.
Es significativo y simbólico el modo en que mataron a los seis padres jesuitas. A los cinco que eran eminentes profesores de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (Amando López, Ignacio Ellacuría, Juan Ramón Moreno, Ignacio Martín-Baró y Segundo Montes) les dispararon con saña, repetidas veces, al cerebro. Los quisieron descerebrar. Les resultaba intolerable una inteligencia que se había puesto al servicio del pueblo más empobrecido.
A Joaquín López, fundador y director de Fe y Alegría en El Salvador, le dispararon al corazón. Era como si en alguna forma pretendieran acabar con esa fuerza de amor práctico a los pobres que es el corazón de Fe y Alegría. Joaquín López, único de los padres asesinados nacido en tierra salvadoreña, murió con las espaldas sobre la grama mirando al cielo. Los otros cinco, nacidos fuera, murieron boca abajo, abrazados a esa su tierra de adopción que tanto amaron, y que por eso se empeñaron en conocer como nadie, para poder interpretar las causas de tanto dolor, de tan larga injusticia, y así contribuir a erradicarlos.
El amor al pueblo salvadoreño los llevó a adoptar esa nacionalidad. Fueron primero salvadoreños por adopción, por amor. Y luego, por nacimiento, por el derecho fundamental que otorga la sangre: en su caso, la sangre derramada. Ellos no vinieron a América para enriquecerse, sino para enriquecerla.
Pero, ¿por qué los mataron? podemos preguntarnos a los veinte años de su muerte. ¿Por qué dispararon sus armas de muerte contra ellos que sólo tenían sus voces desarmadas? La respuesta es muy sencilla: por esgrimir con valor el arma de sus voces incansables en procura de la justicia y de la paz. Por creer que el pueblo tenía una palabra que decir y debía ser escuchada. Y esto, para los que viven acostumbrados a acaparar para ellos solos la tierra, la riqueza, las leyes, la palabra… resulta algo intolerable.
En momentos en que pintas anónimas gritaban en las paredes de San Salvador “Haga patria, mate un cura”, y algunos hablaban de procurar la solución definitiva a ese ya muy largo y sangriento enfrentamiento entre los salvadoreños, aunque para ello hubiera que matar medio millón o un millón de personas, la propuesta tenaz de esos jesuitas valientes de sentarse a dialogar y negociar la paz, resultaba intolerable. Porque dialogar o negociar supone reconocer que el otro existe, que tiene una palabra que decir, que es tan persona y sujeto de derechos como yo.
Los mataron por creer en la palabra, y no en la fuerza, como puente tendido, como camino para el entendimiento, como cauce para crear vida. Los mataron por decir la verdad. En estos tiempos atreverse a decir la verdad, resulta peligroso. Decir la verdad es desenmascarar la mentira, condenar los abusos, y eso no se perdona. La injusticia necesita siempre ocultar su maldad demonizando a los que osan combatirla. Decir la verdad es disipar la ignorancia y combatir la mentira.
Como a Jesús, como a Monseñor Romero, los mataron en un gesto desesperado de impotencia.
Pero sobre esa aparente inutilidad colmada de tristeza de los asesinos, quedan cada día más resonantes y gloriosas las palabras y las vidas de los mártires. Ellos creyeron en un Dios de la Vida, que sufre con los pobres y explotados sus miserias. Encontraron a Dios oculto en los rostros dolorosos de los pobres y lo encontraron crucificado en el pueblo crucificado. Pero también lo encontraron en esos gestos de resurrección, grandes y pequeños, que cada día construyen los que no renuncian a la esperanza y siguen empeñados en combatir las injusticias, los abusos de poder, la mentira, la manipulación, y la violencia.
Recordar hoy el martirio de estos jesuitas es renovar la decisión de seguir trabajando por un mundo fraternal donde todos podamos vivir con dignidad y, al mirarnos a los ojos, nos veamos y nos tratemos como hermanos.
Profesor
Los mataron por creer en la palabra, y no en la fuerza, como puente tendido, como camino para el entendimiento, como cauce para crear vida. Los mataron por decir la verdad. (Agencia Paco Urondo)
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